jueves, 17 de septiembre de 2009

Fan

Le adoré desde el primer momento en que le vi. Fue en la televisión, en uno de esos programas en los que actuaban cantantes consagrados y jóvenes promesas. Él era una de esas jóvenes promesas.
Yo, entonces, era poco más que una adolescente, pecosa, patosa y desgarbada. Él, cuatro años mayor era… un sueño hecho realidad. Alto, delgado, vestido de negro de la cabeza a los pies, con un colgante con dos jotas entrelazadas. Jorge Juste. Un colgante que, con los años, fue una des sus señas de identidad.
Su cabello, corto, oscuro, combinaban con unos ojos azules asombrosos de mirada triste y unos labios hechos para besar.
Y tenía su voz. Su voz te hacía viajar despierta hacia playas desiertas de arenas doradas y palmeras esforzadas en besar el agua. No cantaba muy bien, y las letras eran un poco pegajosas. Pero de eso no me di cuenta hasta muchos años más tarde.
Me convertí en una más de su legión de admiradoras. Sus fotografías tapizaban mis carpetas escolares, las paredes de mi habitación y el espejo del baño. Me levantaba y besaba cualquiera de ellas, y no me dormía sin repetir la operación.
Fui a todos los conciertos en los que actuó, le esperé aguantando el sol y el frío en puertas escondidas de hoteles y locales con la esperanza de, al menos, rozarle un momento.
Y luego estaba la profecía. Lo que empezó siendo una chaladura más de chiquillas se convirtió en algo que pesaba como una piedra, en algún recóndito lugar de mi conciencia.
Habíamos ido a una feria, y había una caseta con una bruja que decía la buenaventura. ¿A qué adolescente alocada no le ha apetecido alguna vez saber su futuro? Risas, cuchicheos, empujones con el codo para no ser la primera en entrar, aunque se estuviera ardiendo en ganas de saber… Dos o tres amigas habían entrado ya y salían con el rostro ruborizado y una risita nerviosa. ‘Tenéis que entrar, es maravillosa, maravillosa’.
Así es que entré, claro. El aroma a incienso me recibió, junto con un cúmulo de baratijas pseudomágicas, que no tenían otra finalidad que ‘crear ambiente’. Me senté nerviosa y la mujer apenas me miró. Una mujer madura, enjuta, seria. Empezó a barajar un mazo de cartas y a echarlas distraídamente sobre la mesa.
‘Los estudios te irán bien, eres inteligente y podrás estudiar esa carrera que deseas’, empezó a desgranar con voz monótona. Una retahíla de banalidades que podían servir a cualquiera siguió saliendo de su boca, hasta que, repentinamente se quedó parada. ‘Un día tendrás a Jorge Juste entre tus brazos y nunca más estará con otra mujer’. ¿Se puede imaginar el torrente de sensaciones que me invadió? El corazón amenazaba con salirse del pecho y mi cabeza se llenó con mil preguntas. ‘He terminado, niña, que pase la siguiente’.
Salí de la caseta como una sonámbula. No dije ni una palabra nunca a nadie. ¿Cómo podía saber esa mujer lo que a mí me gustaba él? Bueno, la verdad es que, siendo adolescente, no era tan difícil de imaginar. Si yo tuviera que hacer de pitonisa ahora, seguro que acertaba con el ídolo de masas del momento.
El éxito, sobre todo entre el público femenino, le mantuvo en la cresta de la ola a pesar del paso del tiempo y de los pronósticos desfavorables de los críticos. Fue cambiando de estilo, su estética fue evolucionando hacia algo parecido a un gótico. La piel se volvió muy pálida. Los increíbles ojos azules se hundieron a medida que perdió peso, y se rodearon de una capa de pintura negra, al igual que los tentadores labios.
Yo también cambié. Crecí. Me convertí en una mujer. Fui a la Universidad, me relacioné con hombres de verdad, y las fotografías de Jorge fueron desapareciendo de mi vida. No desapareció del todo, quedaba como el poso de ese primer beso que nunca se olvida. Cuando escuchaba la radio o miraba la televisión y sonaba una canción suya, prestaba atención, aunque no lo hubiera estado haciendo hasta el momento.
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Anoche estaba viendo la televisión y tomando una coca-cola cuando sonó el teléfono interior. El portero nocturno me dijo ‘Es Jorge Juste’. ‘Tráele, que ahora salgo, me estoy preparando’. Estaba a medio vestir, y acabé de hacerlo con cuidado. Me peiné y pinté de negro mis labios.
Abrí la puerta del cuarto y ahí estaba él. Todo mío. ‘Hola, Jorge. Llevo mucho tiempo esperándote’. Posé mis labios en los suyos, dándole un beso suave, como siempre había deseado. Me parecieron suaves y aterciopelados, pero también podía ser cosa del maquillaje. Acaricié su pelo, ahora largo, pero sedoso igualmente.
Le desnudé, lentamente. Desabroché los botones de su camisa negra, rozando con las yemas de los dedos esa piel pálida y lechosa con la que tanto había soñado. Le quité los pantalones negros, con cuidado. Al desnudarle por completo le abracé y me quedé un momento en silencio, contemplando el famoso colgante de la doble jota, que ahora colgaba entre mis dedos.
Imaginaba a sus fans, de las que yo había sido una, un día muy lejano, en el exterior del edificio. Siempre le esperaban fuera de donde él estuviera, y hoy también estarían. Pero hoy era mío. Mío. Y ninguna otra mujer disfrutaría más de él. Lo había dicho la bruja hacía años, y la profecía se cumplía hoy.
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Tres horas después cerré la puerta del cuarto. Fui al despacho de mi jefe y deposité unos papeles sobre la mesa. ‘Toma, la autopsia de Jorge Juste. Infarto de miocardio, tenía una cardiopatía congénita y no hubiera durado demasiado’. Salí de allí y me marché a la calle a fumar un cigarrillo.
Contemplé con conmiseración a las llorosas fans que esperaban en la puerta del Instituto Forense, donde ejerzo, aún sabiendo que él no saldría nunca más. Que estaba en una cámara frigorífica donde yo misma le había depositado al concluir la autopsia. Que nunca más estaría con ellas. Los hombres que pasan por mis brazos nunca más son disfrutados por otra mujer.

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