sábado, 26 de septiembre de 2009

El faro

Mientras caía vi los ojos de Silvia ante mí.

El exagerado amor por el orden alfabético del director del instituto nos había hecho compañeros de mesa durante todo lo que duró la secundaria. Silvia Ansón y Jaime Ansorena. Yo sabía quien se sentaría a mi lado al comenzar el curso.

Silvia era como una sirena. Menuda y delicada. Con un cabello rubio rojizo y ensortijado, que llevaba invariablemente suelto y que cubría su espalda hasta la cintura. Los ojos verdosos, grandes y soñadores, que parecían mirar con indiferencia todo lo que había a su alrededor. Una piel nacarada, como una madreperla. Casi nunca hablaba, ni se hacía notar en clase, pero sé que sacaba buenas notas.

No cabía mayor contraste entre nosotros. Yo era el macho alfa de la manada. Alto, moreno, deportista. Todos los chicos querían ser mis amigos y tenía éxito entre las chicas. Con todas menos con Silvia. Nunca me prestó mayor atención que al calendario que teníamos enfrente en el aula.

Un día, ya en último curso, sorprendí una conversación casual con Mónica, una de las chicas de la clase.
- Silvia, qué suerte tienes. Todo el día sentada al lado de Jaime. Ya me gustaría a mí. –decía Mónica con cierta dosis de veneno en la voz.
- ¿Al lado de quién? - preguntó sorprendida.

La respuesta me dejó pasmado. No es que no me prestara atención, es que ni siquiera sabía cómo me llamaba, después de tanto tiempo. Me propuse que me hiciera caso. La única forma que se me ocurrió para romper el hielo fue preguntarle el motivo por el que siempre, desde el primer día, todos sus cuadernos y libros habían estado invariablemente decorados con fotografías y postales de faros.

- Me gustan los faros. – se limitó a decir, sin añadir nada más, volviendo a concentrarse en lo que estaba haciendo.

Como suele pasar, la vida nos separó. Al acabar el instituto, yo fui a la Universidad. Estudié Arquitectura y comencé a trabajar en un estudio. El éxito me sonrió y poco tiempo después montaba mi propio estudio, haciéndome con un nombre en la profesión. Me casé con una mujer que aportaba al matrimonio no solo su belleza deslumbrante, sino también el apoyo de un padre que podía hacerme progresar en mi vida profesional.

Nos fuimos a vivir a una urbanización lujosa y tuvimos dos hijos que parecían angelitos morenos. Iba al club de golf, a fiestas de sociedad. Tenía amantes. La vida con la que siempre había soñado. Me sentía feliz y satisfecho.

Volvimos a encontrarnos un día que yo buscaba un regalo para uno de mis hijos. En el centro comercial vi una tienda nueva. Como toda decoración en el escaparate había un faro de un metro de alto, pintado de azul y blanco, que iluminaba al transeúnte perezosamente con la luz de su único ojo. Entré en la tienda con curiosidad y allí la vi.

Había cambiado poco, si acaso, sus formas adolescentes se habían redondeado, pero no mucho. Explicaba pacientemente con su dulce voz a un niño cómo podía utilizar una brújula.

Paseé la mirada por la tienda. La luz era más tenue que lo habitual en otras tiendas del centro comercial, pero no daba sensación de oscuridad. En las estanterías había una gran cantidad de juguetes y objetos relacionados con el mar. Brújulas, cuadros de nudos, sextantes, reproducciones de barcos, y faros. Claro. Como no. Muchos faros, de diferentes tamaños y formas.

El niño se fue y yo me acerqué. No me reconoció, y cuando le dije quién era, me miró con una cara de despiste que me hizo temblar de ira. ¡Por favor! Habíamos estado cinco años sentados codo con codo…

Amablemente me ayudó a escoger una maqueta de barco para mi hijo. La envolvió con mimo y me deseó que le gustara. Pero yo seguía temblando por dentro. Me propuse conquistarla, fuera como fuera. Aquello consistía en un insulto hacia mí y hacia mi hombría.

Al día siguiente aparecí con flores, un enorme ramo de rosas. Me dio las gracias y buscó un jarrón donde colocarlas. Pero no mostró mayor interés. La invité a un café y le pregunté por su vida.

- Cuando acabé el instituto me puse a trabajar en la tienda de mis padres. Mi padre se jubiló el año pasado y entonces monté esta tienda. – escueta, como siempre.
- ¿Te has casado, tienes novio?
- No – ¿diría más de dos frases seguidas?, maldita sea. Se levantó. - Tengo que volver a la tienda. Adios, Jaime, hasta otro día. Gracias por las flores y por el café.

Las había dicho, pero me echaba de su vida de nuevo. Volví todos los días, a la hora del cierre. Descuidaba a los amigos y a mi familia, pero no me importaba. Me permitía que la acompañara hasta la parada del autobús, con languidez. Pero nunca me dejó llevarla a su casa ni invitarla a cenar. Ni me preguntó por mi vida, ni el motivo por el que iba a buscarla a la tienda.

A estas alturas ya estaba medio loco. No sabía qué hacer para que aquella mujer, que no era nada tonta, a pesar de que su actitud evasiva pudiera hacerlo creer, se fijara en mí. Y ya no era solo cuestión de amor propio. Me había enamorado perdidamente de ella.

Entonces leí el anuncio en el periódico. ‘Se vende faro. El comprador deberá hacerse cargo del mantenimiento del mismo. Contactar con el teléfono xxxxxxxxx’. Llamé y me enteré de las condiciones. Vi el cielo abierto. Si algo podía hacer caer a Silvia en mis brazos era ese maldito faro. Lo compré.

Al día siguiente fui temprano a buscarla. Le enseñé el anuncio. Sus ojos, al levantar hacia mí la mirada, brillaban como nunca los había visto brillar. Parecían tener vida propia.

- Un faro en venta. – Su voz se hizo soñadora.

Con petulancia le conté que lo había comprado. Le pregunté si querría ir allí a vivir conmigo. Abrió mucho los ojos.

- ¿Y tu familia? Estás loco, Jaime. No puedo aceptar.
Ya nada me importaba. Había perdido del todo los papeles. Le juré que no quería a mi esposa, que iba a abandonarla. Que solo la amaba a ella y que quería pasar mi vida a su lado. Me escuchaba en silencio, sin decir nada, con cara de asombro.

Entonces, jugué mi última baza. Saqué unas fotografías que había obtenido del faro. Esperaba una reacción, quizás de interés. Pero no me esperaba su grito.

- ¡El faro de los Ahogados! – Volvió la vista hacia mí y me preguntó - ¿Sabías que allí fue donde pasé mi infancia? Parecía brillar toda entera. Supe que había ganado la partida.

Nos trasladamos al faro a principio de junio, en cuanto pude arreglar el divorcio y ella liquidó la tienda. Pero no consintió en ser mía hasta que no estuviéramos allí. En el viaje hacia el faro me sentía ir con una desconocida. Estaba radiante, feliz, parlanchina… como una niña. Nada que ver con la Silvia silenciosa que yo conocía.

El faro estaba en un lugar maravilloso. Rodeado de verdes campos, sobre un hermoso acantilado. El mar rompía en las rocas junto a la base del acantilado, levantando nubes de espuma hacia lo alto. A la derecha se divisaba una de esas playas secretas y recónditas que solamente aparecen cuando baja la marea.

Esa noche nos amamos con pasión. Yo era su primer hombre, lo supe entonces. Y mi vanidad se inflamó ante este hecho. No solo había conseguido a Silvia, sino que había sido el único que lo había hecho.

Silvia pasaba horas enteras sentada mirando al mar. Cantaba al hacer las labores del hogar y sonreía constantemente. Pero, en cuanto acababa con las tareas pendientes, se iba a sentar en un peñasco junto al acantilado.

Al principio yo me sentía muy feliz. Pero luego llegó el invierno, con las noches frías y largas, y las temporadas de tormentas y galernas. Y me empezó a pesar la soledad del lugar. El pueblo estaba a 5 kilómetros, y había poca gente, después de que se fuera el último veraneante. Me aburría. Echaba de menos la vida social que había abandonado tan alegremente unos meses atrás. Y empecé a beber.

Al principio era solo una copa después de la cena, que Silvia me llevaba a mi mecedora junto al fuego. Pero luego empecé a beber más. Me deprimía la lluvia, el frío, el ruido embravecido de las olas. Odiaba la soledad. Y empecé a odiar a Silvia. La dulce Silvia por la que había abandonado todas las cosas que tanto esfuerzo me había costado lograr.

No sé en qué momento empecé a odiarla. Pero sí sé el momento en el que la pegué por primera vez. Fue el día en que me dijo que era la tercera copa que me tomaba y que no debía beber tanto.

Se llevó la mano a la mejilla enrojecida en la que había quedado estampada la huella de mis dedos. Dos lágrimas asomaron a sus ojos y salió de la habitación sin decir nada. Cogí la botella de whisky y me la acabé.

Durante un tiempo, no volví a pegarla. Pero volvió la Silvia taciturna que apenas hablaba. Me evitaba si podía. Cada vez pasaba más tiempo sentada en el acantilado, con su melena ondeando al viento, mirando al mar. Yo la observaba desde casa.

Ella dejó de comprar bebida, pero yo desarrollé mañas de adicto. Cuando bajaba al pueblo compraba las botellas y las escondía en lugares donde luego podía encontrarlas. Alguna noche bebí más de la cuenta. Y Silvia, mientras tanto, me cubría las espaldas.

Seguía cuidando del faro, que yo había abandonado completamente cuando me di a la bebida. Encendía la luz al atardecer, limpiaba los cristales, se preocupaba de que todo estuviera en orden para las visitas periódicas que el organismo encargado de velar por la seguridad en las costas nos hacía.

Aquella tarde, Silvia se plantó delante de mí. Me pidió que dejara de beber. Que lo hiciera porque me estaba destrozando la vida. Que ella no podía seguir así. Lloraba al pedírmelo, sabiendo que me exigía un gran esfuerzo.

Pero yo ya había tomado tres copas esa tarde, cuando había bajado al pueblo a por mi provisión. Y, ciego de furia, la golpeé. La acusé de haberme embrujado, de haberme hecho abandonar mi familia y mi vida por un sueño loco, de arrastrarme hasta aquel agujero infernal en el fin del mundo. Cada una de estas acusaciones iba acompañada de golpes, de puñetazos.

Ella, anonadada, apenas se defendía. Solo musitaba mi nombre. Jaime, Jaime… La dejé en el suelo, acurrucada, sollozando maltrecha. Cerré la puerta de un portazo y agarré una botella de whisky. Bebí hasta perder el sentido.

Me desperté en medio de la oscuridad. Sonaban gritos en alguna parte, y no sabía dónde era. Me costó un rato identificar la procedencia del sonido. En el cuarto de control del faro, la radio sonaba a todo volumen. Tambaleante, abrí la puerta y me acerqué a la radio. Eran gritos de socorro, un naufragio. Me asomé a la ventana y no pude ver nada. La oscuridad más absoluta me lo impedía.

Pero no debía haber habido oscuridad. ¿Por qué no había luz? Debía haber una, al menos. La luz del faro…. Silvia… Volví al lugar donde la había dejado. No estaba allí. Solamente un reguero de gotas de sangre, en dirección a la puerta. Me había abandonado.

Subí las escaleras de dos en dos, hacia el faro. Al entrar, pulsé los interruptores. El ojo luminoso se encendió, parpadeante. Me precipité a la barandilla. Y allí pude contemplar el horror. Un barco de pasajeros se había estrellado contra las rocas que había frente al acantilado. La gente trataba de nadar en las gélidas aguas hacia una orilla que les recibía con sus bordes afilados y mortales.

Si tan siquiera hubiera habido bajamar, podrían haber ido hacia la playa, pero la marea estaba alta… no tenían salvación.

Y todo aquello era culpa mía. Porque yo debía haber encendido el faro, y no lo había hecho. Subí a la barandilla y salté. Mientras caía, vi los ojos de Silvia ante mí.

1 comentario:

  1. No me gusta la historia, la tía es un poco estúpida e hipócrita, no sé muy materialista. Si te "enamoras" tan rápido de alguien porque te ofrece algo que te gusta es que no tienes personalidad. Además el hombre nunca la quiso, tan sólo necesitaba tenerla por aquello del ansia de lo que uno no puede tener pese a que sea lo que más anhele en el mundo.

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